Terminaba el siglo XI, cuando aquella noche, la luna, en su plenitud, bañaba las colinas de Brihuega con una luz plateada que se reflejaba en las aguas del río Tajuña. Era una de esas noches que siempre me llenaban de paz, aunque mi alma estuviera inquieta, atrapada entre las enseñanzas de mi difunta madre cristiana y la fe de mi padre, el rey Al-Mamún.
Mi madre… Aunque no pude tenerla a mi lado mucho tiempo, recordaba los susurros de sus plegarias, siempre me hablaba de una mujer poderosa, de una figura luminosa que protegía a los desvalidos. Aquellas palabras, aunque en mi infancia parecían cuentos, empezaron a resonar en mi interior con mayor fuerza a medida que crecía.
Una noche, en la soledad del castillo, sentí una necesidad profunda de estar más cerca de esa paz, más cerca de algo que no podía explicar, me adentré en las cuevas que rodeaban el castillo. Mis pasos eran ligeros, como si una fuerza invisible me guiara. Todo parecía normal, hasta que, al acercarme a un grupo de rocas que conocía bien, sentí algo diferente, el aire se tornó más pesado, pero a la vez lleno de una serenidad extraña.
Al principio pensé que era solo mi imaginación, el resultado de tantas noches solitarias bajo las estrellas. Pero entonces lo vi, un resplandor, suave pero inconfundible, emergió de una pequeña grieta en la roca de la cueva, mi corazón se aceleró y mis pies, como llevados por voluntad propia, me acercaron a esa oquedad.
Allí, en ese rincón escondido, estaba la imagen de una mujer, radiante, con su hijo en brazos, era una visión tan pura, tan sobrecogedora, que mis piernas temblaron y tuve que arrodillarme ante ella, mis labios se movieron, pero no encontré palabras.
Mi mente no podía comprender lo que mis ojos veían, pero mi alma sí lo supo de inmediato: era la Virgen, la misma de la que mi madre me había hablado en susurros, no era un sueño ni una alucinación, era real, y estaba allí, ante mí.
La sensación de miedo me invadió. ¿Cómo podía ser yo, una princesa mora, testigo de tal milagro? Pero el miedo pronto fue reemplazado por una paz profunda, como si la propia Virgen me estuviera reconfortando con su mirada.
Sin pensarlo, corrí de vuelta al castillo. Mis piernas no me pertenecían, y mi corazón, aunque acelerado, latía con una extraña tranquilidad.
Cuando llegué, busqué a mis servidores, ellos me miraron con preocupación, al ver mi estado, solo pude decirles una cosa: "He visto a la Virgen", no sabían cómo reaccionar, pero uno de ellos, Ponce, me creyó y juntos, volvimos a la cueva.
Él se descolgó con cuidado, apartando las ramas y arbustos que bloqueaban la entrada, cuando llegó al fondo, me miró con los ojos llenos de asombro, allí en la pequeña cueva, estaba la imagen, tal como yo la había visto.
Desde aquel momento, supe que mi vida no volvería a ser la misma. Lo que había presenciado esa noche no era solo para mí, sino para todo Brihuega, la Virgen había elegido este rincón del mundo para mostrar su amor y protección, y yo, una princesa mora, era la portadora de ese mensaje.
Ahora, cuando la gente se congrega en la iglesia de Santa María, siento que cada plegaria que susurran es un eco de aquella noche, sé que la Virgen no hace distinciones. Desde aquella visión, Brihuega no es solo mi hogar; es un lugar bendecido, donde lo divino y lo terrenal se encontraron, tal como yo lo hice en la oscuridad de aquella cueva.
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