La calle de las Armas, un nombre que evoca batallas, conquistas y defensas, bien podría haber sido el escenario de una resistencia heroica. Sin embargo, el enemigo en esta ocasión no eran ejércitos invasores ni tropas acuarteladas, sino algo mucho más insidioso: el abandono.
Y es que, en medio de este bastión urbano de Brihuega, se erigía —o más bien, se marchitaba— un modesto, pero ambicioso proyecto municipal: el jardín vertical.
Este jardín, con sus pretensiones de modernidad y compromiso medioambiental, nació entre aplausos y cortes de cinta roja, como tantos proyectos que, en su concepción, prometen ser la solución definitiva a todos los males del municipio. Nos vendieron la idea de que el verde frondoso sobre el muro gris de las Armas sería el símbolo de un Brihuega más sostenible, más amable, un lugar en el que la naturaleza reclamaría su lugar en el entramado de adoquines.
No obstante, como en toda buena tragicomedia, el clímax era previsible: el jardín vertical de la calle de las Armas no murió de falta de agua, de luz o de cuidados, sino de algo mucho más complejo y profundamente humano: la mala gestión.
¡Ah, la administración pública! Capaz de convertir los sueños más verdes en grises decepciones. Porque claro, ¿qué importan los detalles técnicos, el mantenimiento o el seguimiento, cuando el dinero público corre como un río inagotable que no es de nadie y, paradójicamente, es de todos?.
El jardín, cual soldado sin munición, quedó a merced de la improvisación y el olvido. Con el tiempo, sus hojas perdieron el brillo, sus raíces no encontraron sustento, y sus flores, aquellas que apenas conocieron la primavera, se despidieron prematuramente del mundo.
Es irónico que, en una calle con un nombre tan marcial como "de las Armas", el jardín no haya sido capaz de resistir. Si hubiéramos sabido que la verdadera batalla era contra la indiferencia administrativa, tal vez nos hubiéramos preparado mejor.
Quizá, en lugar de plantar helechos, debimos colocar espadas, o mejor aún, calendarios de gastos, porque si algo quedó claro en este episodio es que cuando las autoridades gestionan el dinero de los contribuyentes, la vigilancia debe ser férrea, no sea que el despilfarro crezca como la mala hierba, sofocando lo que realmente importa.
Y así, mientras el jardín vertical sucumbía lentamente, los vecinos se preguntaban, no sin una sonrisa amarga, ¿qué habrá sido de aquel presupuesto que tanto se anunció con orgullo? Tal vez se esfumó en los trámites, o en los despachos donde las hojas de papel son más importantes que las de las plantas. Al fin y al cabo, el dinero público, como la lluvia, cuando no cae donde debe, no hace florecer ni una sola planta.
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