En la memoria colectiva de Brihuega, el nombre de Manuel Caballero, conocido por todos como el Tío Mané, permanece como un eco entrañable de otros tiempos.
Era un hombre que, con su saco al hombro, su larga barba y sus fieles perros, recorría incansable las calles de Brihuega, dejando tras de sí un rastro de historias y leyendas.
Cuentan los mayores que el Tío Mané siempre saludaba con una sonrisa, esa que iluminaba su rostro curtido por el sol y los años.
Sin embargo, no era hombre de dobleces: cuando algo lo incomodaba, sacaba a relucir un genio que sorprendía incluso a los más atrevidos, no era agresivo, sino firme, como si su alma arrastrara un peso que pocos podían comprender.
La leyenda más conocida sobre el Tío Mané hablaba de una tragedia que había marcado su vida, durante los convulsos años posteriores a la Guerra Civil, se decía que había sido obligado por el ejército vencedor a recoger los restos de los soldados italianos que yacían olvidados en los bosques cercanos a Brihuega.
Aquella tarea, macabra y desoladora, habría dejado huellas profundas en su mente, algunos decían que se había trastornado, pero los que lo conocían bien sabían que en su corazón seguía latiendo la bondad.
El Tío Mané pasaba largos ratos en los bancos de la calle Mayor, bajo el cielo abierto y rodeado de las miradas curiosas de los niños, para ellos, no era una figura temible, sino una especie de abuelo errante que siempre les devolvía una sonrisa o un gesto amable.
Los vecinos de Brihuega, en su infinita generosidad, nunca lo dejaron desamparado: un plato de comida caliente o una palabra de aliento siempre estaban al alcance de su mano.
—¿Qué llevas en el saco, Tío Mané? —le preguntaban los más atrevidos, con la inocencia propia de la infancia.
—Sueños y recuerdos —respondía él, sin dejar de caminar.
Y así transcurrieron los días de este peculiar hombre del saco, cuyas huellas quedaron grabadas no solo en las calles de Brihuega, sino también en el corazón de su gente.
Aún hoy, cuando cae la tarde y las sombras se alargan en las calles empedradas, algunos aseguran escuchar el eco de sus pasos acompañados por el ladrido lejano de sus perros. Quizá sea solo el viento, o quizá sea el Tío Mané, que sigue vagando, siempre con su saco al hombro, cuidando de su querido pueblo desde el más allá.
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